domingo, 30 de septiembre de 2007

Durante estos últimos días del mes de septiembre he recibido decenas de postales de distintas ciudades universitarias. Sus remitentes son jóvenes que, lejos de casa, comiezan o perfeccionan (me refiero a los veteranos) una nueva etapa de su vida, tan importante como todas las demás, sin duda alguna, pero con unas características concretas que la hacen muy peculiar. Son jóvenes pero, a la vez, adultos. Aún tienen la libertad de aquellos que saben que hagan lo que hagan, cumpliendo unos mínimos más o menos grandes, siempre les salvará la red de sus padres, es decir, que son adultos pero que aún no han adquirido la responsabildad de ser totalmente responsables; y, por otra parte, casi poseen, salvo algunas limitaciones de dinero, todas las posibilidades del mundo para hacer lo que quieran. No creo que sea una etapa idílica, yo más bien pienso que no existe ninguna de tal índole, pero sí que es un momento muy especial de la vida.
Sólo deseo que, además de cumplir con los mínimos de prepararse lo mejor posible en sus carreras (hablo de mínimos no con respecto al tamaño, sino refiriéndome a ellos como impescindibles) se diviertan todo lo posible, conozcan a multitud de compañeras y compañeros de todas las edades y colores, que sueñen sus mundos fantásticos y se peleen por construir utópicos castillos de ideas, que viajen por los caminos que salgan a su encuentro, que hablen y discutan hasta el amanecer, que amen hasta desfallecer (muy importante me parece a mí esto) y que también vayan aceptando las heridas del desamor, que aprendan a caer y a levantarse, a cicatrizar los sinsabores de la vida, que abran bien los ojos, que escuchen, que sean inquietos y sientan curiosidad por todo lo que bulla a su alrededor, que sean libres, que sean ellos mismos, que repeten a los demás y también a sí mismos.
El horizonte es de estos jóvenes; es más, estos jóvenes son el horizonte.
Que el futuro les sonría porque, entonces, también nos sonreirá a todos los demás.

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