Un día de éstos te escribo.
Por si aún no te has dado cuenta, soy Lucía.
cuando las palabras vuelan
No lo puedo creer. Es imposible que sea real. Incluso sería demasiado fuerte para el argumento de un cuento de horrores.
Desde luego que a estas alturas de la película no nos resulta nada extraño la noticia de un atentado en Bagdad ni tan siquiera a los que vivimos aquí, en medio de esta guerra. Ni tampoco percibimos como espectacular su fúnebre resultado: setenta y dos personas muertas y ciento cincuenta heridas. Ni prestamos atención a la zona en la que ocurrió, la chií; ni en qué lugar concreto, en el mercado de mascotas de Ghazil del centro de la ciudad o en un mercado de aves situado al sur. No, estos datos ya no cautivan nuestra atención. Más bien, resbalan sobre nuestros oídos.
Pero, la realidad puede ser aún increíblemente sorprendente. ¿De verdad es posible que se utilicen a mujeres con deficiencias mentales para cometer estos actos terroristas? ¿Quién fue capaz de despedirlas con un abrazo en su último viaje hacia la destrucción? ¿Quién es capaz de marcar los números de un móvil para hacer estallar los explosivos que estas mujeres, que no se encontraban en sus cabales, llevaban adosados a sus cuerpos?
Lo que tampoco puedo creer es que estas conjeturas sobre las terroristas fueran macabras invenciones de los responsables del ejército iraquí para denigrar aún más de lo que ya está la imagen de los grupos de la oposición violenta y mortífera.
Aunque, pensándolo bien, si la realidad de lo ocurrido dependiera de mi elección, me decidiría por la segunda opción. Parafraseando a Leibniz, sería la mejor de las posibles.
Decepcionado, me he marchado de Haro, donde junto con un centenar de colegas periodistas he seguido la vista sobre la demanda de veinte mil euros que Tomás Delgado Bartolomé había presentado para arreglar su coche. Lo que allí sucedió me pareció decepcionante. Así que, para alegrarme un poco, de camino a casa recalé en la Calle del Laurel de Logroño para chiquetear y refrescar la mente.Y aquí me encuentro, sentado en la esquina de una taberna, con medio vaso de un buen rioja sobre la mesa.
Considero que allí perdieron todos. Perdió el pobre de don Tomás, que se quedó sin sus veinte mil euros, después de haber mostrado coraje y osadía al reclamar a los padres del muchacho que murió atropellado por él un dinero no para pagarse un hospital donde se hubiera curado de las lesiones que nunca padeció ni para costearse un tratamiento psicológico por las secuelas psíquicas que el accidente le hubiera dejado sino para comprarse un flamante coche nuevo. Y, además, tiene que pagar las costas del juicio. Sí, la verdad es que me da pena este tal don Tomás.
Los padres del joven muerto, a pesar de que en Haro les aplaudieron como victoriosos, nada ganaron ese día, porque lo único que allí se produjo fue una retirada del contrario. Además, esta gente ya bastante bien sabe lo que es perder. En una aparentemente inocente noche del verano de 2004 perdieron a uno de los seres que más querían en la vida. Así las cosas, los padres de Enaitz Iriondo también perdieron en la vista de Haro. Y yo creo que ellos se hubieran merecido una victoria por todo lo alto.