martes, 31 de julio de 2007

Mi tío Norberto se marchó a Australia hace muchos años. Antes de partir me dejó dos regalos: una pistola de aire comprimido, que mi padre hizo desaparecer al poco tiempo, y toda la colección de tebeos "Apache", que releí varias veces en mi infancia y cuyo protagonista era mi héroe favorito (tristemente, la colección se perdió en alguno de mis múltiples cambios de casa durante mi juventud).
Al mes del viaje de mío tío Norberto, recibí una de mis primeras postales, era de Sidney.

Aún eres un mocoso, y puede que ahora no me entiendas. Pero, al menos, inténtalo, no seas tonto.
No desaproveches la vida que te tocó en suerte, no merece la pena. Diviértete lo que quieras y sólo obedece a tus padres en lo que debas (tu papel en esta película no es el mismo que el de ellos). Y, sobre todo, abre bien los ojos: ante ti se extienden infinitas cosas que debes conocer. Déjate sorprender, sé inquieto, también travieso. Muévete, viaja, intenta aprender todo lo que no sepas, aunque nunca llegues a lograrlo. Habla con todas las gentes; de todas aprenderás algo y a todas algo les enseñarás. No dejes nunca de querer saber y, lo más importante, de querer querer. No hagas daño a nadie; pero, que nadie te lo haga a ti. Y, por favor, sé libre.
P.D.: Ya sabes que nunca me he despedido de ti. No lo voy a hacer ahora.

Nunca más recibí noticias de mío tío Norberto. Y, sin embargo, cada viaje que emprendo siempre pienso en él.

miércoles, 25 de julio de 2007

De vez en cuando conviene dar la vuelta al espejo y tratar de vislumbrar lo que hay al otro lado.
Conozco a varias personas que han adoptado a niños y a algunas que aún están en ese trámite. Los que se deciden a adoptar ya saben de principio que han de emprender el proceso con toda la paciencia del mundo y, así, suelen comenzar su andadura. Pero, el camino suele torcerse en vericuetos nunca sospechados y, muchas veces, inimaginablemente tan ridículos e increíbles por lo poco apropiados a la situación, que suelen romper no sólo los nervios sino también, y en no pocas ocasiones, la ilusión.
Pero nunca hasta ahora había caído en mis manos el testimonio de la otra parte, como en esta ocasión, la voz de una niña de nueve años que me envió una hoja arrancada de una libreta que le sirvió de diario durante todo el proceso y el tiempo que duró su adopción.

Son las ocho y cuarto de la tarde. El sol me está diciendo adiós desde lo alto de la colina con su mano de trapo que se va deshaciendo por segundos en hilos de colores. Hace frío, pero no me importa. Tengo hambre, pero sigo adelante. Hace más de un mes que no ha venido el doctor, la herida del pie me duele cada día más y la gasa que me cubre la herida está ensangretada y su olor es ya casi insoportable, pero me da igual. Es cierto, hoy no es un buen día, tampoco lo fue ayer, ni anteayer, ni... Además, esta mañana le he robado el lapicero a Rigoberta, porque el mío se me está acabando y lo único que no soportaría sería no tener con qué escribir en este cuaderno, es mi consuelo, pero Rigoberta me ha pillado y se lo ha dicho a la preceptora, y me he quedado sin cena, pero no pasa nada.
Ya solo tengo que esperar. Ya solo es cuestión de tres días, o dos meses, o un año, o ... Saldrá bien. Mi historia saldrá bien. Todo cambiará cuando diga adiós a todo esto desde el otro lado del portón del patio.
Se me está ocurriendo una idea estupenda. Cuando esté lejos, muy lejos de aquí, con mi nueva familia, prometo enviarle a Rigoberta una caja llena de lapiceros de colores y a la preceptora una goma de borrar gigante, igual que la que vi un día en la televión cuando estuve en el hospital de la ciudad, así se podrá borrar de una pasada el malhumor que siempre lleva dibujado en su cara.
Yo sé que todo va a cambiar. Y aun así me veo triste. Tengo miedo. Mucho miedo a cómo será...

(Amanda, que así se llama esta niña de nueve años, sólo me regaló una hoja de su cuaderno.)

lunes, 23 de julio de 2007

Hay días en los que mirándome el ombligo de forma claramente poco inteligente, no encuentro un tema sobre el que escribir. He buscado múltiples disculpas, porque la frustación, en estos casos, es grande y necesito alguna excusa que me disculpe. Pero, al menos en muchas ocasiones, la causa suele ser mucho más sencilla: una estúpida ceguera para no ver más allá de mi propio ombligo. Temas sobre los que escribir, y luchar, parece que sobran.

Quiero recibir una postal desde Irán. Y me gustaría que esa postal fuera una señal de que el artículo 83 del Código Penal iraní, según el cual la pena correspondiente al adulterio cometido por un varón casado o una mujer casada es la ejecución por lapidación, hubiera sido anulado; una señal de que Mokarrameh Ebrahimi no hubiera sufrido una pena de muerte que, si ya de por sí es inhumana y degradante, resulta especialmente cruel porque se ejecuta de forma que agudiza en el máximo grado posible el dolor de la víctima; una señal de que las autoridades iraníes y de otros muchos países hubieran aprendido a diferenciar entre la libertad individual y los deberes del estado sin encallarse en la tradición, religión o en peñascos que representan intereses menos honorables; una señal de que tanto Mokarrameh Ebrahimi como otros condenados a lapidación en Irán, Ashraf Kalhori, Iran, Khyrieh, Shamameh Ghorbani, Kobra N., Soghra Mola´i, Fatemeh y Abdollah F. y, de igual manera todos los seres humanos, hubiéramos conseguido vivir en un mundo más justo.

-¿No vas a citar a Amnistía Internacional?- me increpó Laura, la del bar.

La verdad es que no había caído en la cuenta de mi omisión. Pensé que cualquiera que leyera el texto pensaría irremediablemente que mi apuntador particular en este caso era este admirable grupo de activistas.

-Aunque, pensándolo bien -
siguió hablando Laura. Es un encanto de mujer.-, éstos de Amnistía Internacional, me han jodido en más de una ocasión: la lectura de sus fúnebres informes, me han producido una depresión de caballo, como mínimo, de dos meses. Así que no sé yo si estos pobres se merecen más publicidad de la que ellos solitos ya se ganan.

sábado, 21 de julio de 2007



Esta tarde tomé un café en Gerbeaud, en la plaza Vörösmarty de Budapest. Por aquí solía pasar la emperatriz Sisí en las ocasiones en las que se dejaba caer por la ciudad.
Gerbeaud es un elegante café, amplísimo, con techos casi infinitos, elegante, recubierto de maderas nobles y terciopelo, que abrió sus puertas en 1858 a la aristocracia y a la alta burguesía.
Ahora ha cambiado su clientela, casi exclusivamente turistas, que disfrutan del buen café, la tranquilidad y el gran espacio de igual manera que si se tratara de un anticuario. Los tiempos han cambiado, y también el café Gerbeaud, que ha sabido sobrevivir, conservando su encanto romántico, a dos guerras mundiales, la invasión y destrucción de los nazis, la ocupación soviética y hasta la caída del muro de Berlín.
Esta tarde he disfrutado por partida doble en Gerbeaud: por una parte, saboreé un buen café en un lugar tranquilo, confortable y acogedor; por otra, he disfrutado, casi vengativamente, del lujo que, en tiempos de mis antepasados, solamente estaba permitido, despótica e injustamente, a los más poderosos. Pero, al final, con los últimos posos del café, se me ha instalado una cierta acidez en el estómago: ¿de verdad ha cambiado tanto la vida?

jueves, 19 de julio de 2007

Los del sur también viajan en verano. Tratan de aprovechar la previsible calma del mar, aunque a veces la naturaleza les traicione. Buscan temperaturas menos tórridas en las que se respiren aires más transigentes. Es una nueva modalidad de turismo actual, nada barato, por cierto, y menos para las posibilidades económicas de sus usuarios; pero, el espejismo de la sociedad de consumo obnubila al que lo contempla desde el desamparo, y las ganas de huir de la pobreza se vuelven irreprimibles. La historia siempre acaba por repetirse aunque es verdad que de forma bien paradójica: en los sesenta del siglo pasado inundaban la única televisión que había imágenes de las rubias turistas suecas a las que se les escapaban las carnes bajo sus liliputieneses bikinis de colores; y, a comienzos del siglo XXI, siguen acaparando las pantallas de las televisiones imágenes de la última moda de turismo, aunque ahora sean viajeros que caminan al revés, del sur al norte, y sean negros, y prefieran el viaje por mar al de por aire y que, sobre todo, se destaquen por ser aventureros, arriesgados e intrépidos. Algunos consiguen su meta; otros, no. Anteayer, diecisiete de julio de 2007, perdieron su vida unos cincuenta inmigrantes, ahogados, a 98 millas al suroeste de Punta Rasca (Tenerife). Estos cincuenta seres humanos, que emprendieron un viaje hacia lo desconocido y que sólo buscaban nuevas condiciones de vida para sí y para sus familias, no llegaron a su meta: un golpe de mar les robó sin previo aviso todas sus ilusiones.

Estas líneas son, simplemente, la sincera expresión de mi comprensión por aquellas personas que emprenden un viaje de aventura y de riesgo en busca de un mundo más justo. También siento por ellos verdadera admiración.

martes, 3 de julio de 2007

Tener un amigo en la CIA es una bendición para un coleccionista de postales. Los agentes, entre tantos vuelos secretos y visitas a tantas cárceles sin nombre, siempre encuentran un minuto para acordarse de los suyos. En los últimos meses, he viajado de lo lindo gracias a mi amigo de la CIA y a los curiosamente llamados detenidos extrajudiciales: de Bangor a Roma, de Praga a Bakú, de Islamabad a Ammán, de Rabat a Bucarest, de Argel a Larnaca, de Estocolmo a El Cairo, de Washington a Mallorca, de Skopje a Guantánamo...