jueves, 6 de septiembre de 2007

Los húngaros han actuado con celeridad frente al comunismo. Han vaciado Budapest de todo símbolo comunista. No queda en la ciudad un solo rastro de la hoz y el martillo, ni una calle rotulada con el nombre de algún dirigente de la URSS o de algún autóctono afecto al régimen soviético. Salvo la plaza de La Libertad, que se levanta en honor al Ejército Rojo que liberó Budapest de la invasión nazi, no queda visible nada, nada de nada, de su reciente historia.
Rechazar un pasado ignominioso debe resultar relativamente fácil cuando se trata de luchar contra un invasor venido más allá de las fronteras patrias. El problema, no obstante, es que ante una dominación extranjera se acaban mezclando los extraños con los oriundos del lugar y, se quiera o no, las ideas advenedizas se enquistan en la identidad nacional anquilosándose como un sustrato que, más o menos escondido, con mayor o menor visibilidad, producirá sus reacciones en el futuro de la nación.
Los húngaros han decidido destruir su historia reciente para reafirmar a su voluntad su patrimonio nacional. Pero, a pesar de lo fácil que pudiera parecer, saben de sobra que también plantea sus dificultades. Saben que no conviene aniquilar de raíz el pasado, sería como quemar la tierra bajo los pies.
Los húngaros conocen muy bien la función del desván en las casas. Allí se retira todo lo que ya no se utliza, lo que no queremos , lo que no nos gusta, y lo apartamos de la circulación. Nadie lo ve. Pero nosotros sabemos que está allí y que, cuando nos asalten los miedos, desempolvaremos y removeremos los trastos viejos del desván para conocernos mejor, para concienciarnos de que además de lo que queremos ser acaso fuimos lo que no nos gustaría reconocer.
Todos necesitamos un pasado, sobre todo, para criticarlo.
Por eso creo que los húgaros han sido sabios: han reunido toda la simbología comunista que los innundó durante cuarenta y cinco años en un parque monotemático, apartado y semioculto, lleno de polvo y telarañas. Pero ellos saben que ahí está y que allí pueden acudir cuando el vértigo del futuro los haga trastabillar y necesiten ordenar los viejos cachivaches del desván de su historia.
El nombre que los húngaros han puesto a este baúl de los recuerdos es otra prueba de su astucia y de su inteligencia: MEMENTO.

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