Mi nieto se llama Mohamed, como yo, igual que su padre. Yo emigré a Francia en 1955 desde Casablanca, en uno de cuyos barrios pobres nací.
LLegué a Francia un 3 de septiembre; el día 7 estaba trabajando en una fábrica por las mañanas y encerando suelos en una oficina del gobierno por las tardes. Siempre me he sentido observado como diferente, porque lo soy. Pero yo y mi familia, lo mismo que otros muchos aunque no todos, la verdad debe ser dicha, agradecí y respeté al país que me acogió y me dio trabajo; y siempre, descontando casos esporádicos y creo que no dignos de mención, también fui respetado por los franceses, al menos hasta que la convivencia se torció de rumbo.
Mi hijo nació en París y mi esposa y yo volcamos todo nuestro esfuerzo en que mi hijo Mohamed fuera un buen musulmán y alcanzara estudios. Consiguió un buen trabajo en su profesión de mecánico. Pero, a partir de los ochenta, la economía de las empresas retrocedió en su camino y con ella otras muchas cosas. Mi hijo quedó sin trabajo por primera vez en 1983 y, desde entonces, ha ido sorteando los charcos como ha podido.
Mi nieto Mohamed acaba de cumplir dieciocho años. Acabó los estudios elementales por obligación, pero sin devoción. Siempre argumenta que los estuidos no son un buen pasaporte para encontrar dinero. A pesar de todo, mi nieto fue criado de forma más cómoda y regalada que yo crié a su padre; y, sin embargo, mi nieto no ve futuro, en realidad, no lo tiene. Las circunstancias han cambiado mucho, las personas también. El barrio en el que vivimos las tres generaciones ya no es el mismo, y la mezquita tampoco. Los habitantes de estos barrios, levantados en los alrededores de París para, principalmente, acoger a los inmigrantes han perdido la ilusión, están llenos de lodo en el presente y ciegos ante el futuro. La juventud ha visto el esfuerzo de sus padres y los pocos frutos que han cosechado, y se rebelan. La juventud ya no se fía, ya no ya no se deja aconsejar ni por sus padres ni por sus abuelos, porque, para ellos, nosotros de una u otra manera nos hemos dejado engañar estúpidamente. Los nietos de los primeros inmigrantes ya no se conforman con poseer más medios que sus progenitores, que pese a todo así es, sino que quieren estar a la misma altura de oportunidades que los franceses de pura cepa. Ya no se conforman con menos. Y puede que tengan razón.
Pero, mientras tanto, este barrio está sitiado por la policía como si sus habitantes fuéramos criminales; en las calles no se puede pasear seguro, de los parques han desaparecido las madres jóvenes con sus hijos y se han poblado de adolescentes de la misma edad que mi nieto Mohamed, que, con la misma indumentaria que los franceses y con igual o mayor soberbia que ellos, desaprovechan la oportunidad de estudiar, dejan pasar las horas entre sus manos vacías, o buscan pelea o consumen drogas, y lanzan su furia y su vacío de alma contra los que están enfrente, los de tez clara, los que, aún en los peores momentos, siempre pierden menos.
Pido a Alá que sepa iluminarnos a todos y, especialmente, a las autoridades para que este clima de abandono, de frustración y de guerra acabe pronto. Que Alá guíe a mi nieto Mohamed con clara luz por el buen camino y nunca estos ojos míos vean su nombre escrito en los periódicos como el de esos pobres chicos, Moushin y Larami, de quince y dieciséis años respectivamente, que perdieron su vida al empotrarse su motocicleta contra un coche de la policía en Villier-le-Bel, un suburbio a veinte minutos de París el domingo 25 de noviembre. Alá, Dador de Paz y Amigo Protector, es omnipotente y sabrá cómo lograrlo.