He hecho muchos viajes en mi vida, muchos de los cuales han sido soñados; otros, obligados, y algunos fueron libres y voluntarios.
Entre de los últimos, hubo uno que, indudablemente, me marcó porque aprendí muchas cosas que acabaron por convertirse en hábitos en mis viajes posteriores.
Entre de los últimos, hubo uno que, indudablemente, me marcó porque aprendí muchas cosas que acabaron por convertirse en hábitos en mis viajes posteriores.
-Eso está claro. Desde entonces te quedaron muchas manías- me interpela mi amiga Lucía.
Tenía entonces dieciséis años y fue un viaje a Madrid. Mi compañero de aventuras fue mi amigo Cecil, que me llevaba diez o quince años (la verdad es que se murió sin que supiera con exactitud su edad; era tan presumido que desde muy joven se echaba años de más).
-¿Para qué resucitar a los muertos? Si no has hablado de él hasta ahora, es porque no lo necesitabas. Te odio cuando te pones nostálgico.
En aquel viaje conocí con sencillez, y por primera vez, la libertad escrita con palabras minúsculas. Y fue en aquella aventura cuando aprendí que lo mejor siempre estaba por llegar y que, por lo tanto, el máximo placer no residía en nada concreto sino que sólo consistía en abrir bien los ojos y caminar hacia adelante: querer vivir (ni más ni menos).
-Esto ya se está poniendo feo, ñoño y asquerosamente romántico.
-No seas borde, Lucía. Sabías de sobra que, después de cinco años desde su muerte, algún día rompería a hablar otra vez con él. ¿Y en qué mejor ocasión que hablando de viajes? Ya me estaba ahogando el silencio. Deseaba volver a conversar con Cecil.
-Vale, vale. No te cortes. Yo lo hacía por tu bien. Siempre pensé que donde mejor están los muertos es encerraditos en el desván.
Era un gran viajero. Aún conservo una caja entera de postales suyas. ¡La de viajes que me contó y otros tantos que disfrutamos juntos!
Tenía entonces dieciséis años y fue un viaje a Madrid. Mi compañero de aventuras fue mi amigo Cecil, que me llevaba diez o quince años (la verdad es que se murió sin que supiera con exactitud su edad; era tan presumido que desde muy joven se echaba años de más).
-¿Para qué resucitar a los muertos? Si no has hablado de él hasta ahora, es porque no lo necesitabas. Te odio cuando te pones nostálgico.
En aquel viaje conocí con sencillez, y por primera vez, la libertad escrita con palabras minúsculas. Y fue en aquella aventura cuando aprendí que lo mejor siempre estaba por llegar y que, por lo tanto, el máximo placer no residía en nada concreto sino que sólo consistía en abrir bien los ojos y caminar hacia adelante: querer vivir (ni más ni menos).
-Esto ya se está poniendo feo, ñoño y asquerosamente romántico.
-No seas borde, Lucía. Sabías de sobra que, después de cinco años desde su muerte, algún día rompería a hablar otra vez con él. ¿Y en qué mejor ocasión que hablando de viajes? Ya me estaba ahogando el silencio. Deseaba volver a conversar con Cecil.
-Vale, vale. No te cortes. Yo lo hacía por tu bien. Siempre pensé que donde mejor están los muertos es encerraditos en el desván.
Era un gran viajero. Aún conservo una caja entera de postales suyas. ¡La de viajes que me contó y otros tantos que disfrutamos juntos!
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