domingo, 29 de abril de 2007

Vino a visitarme una joven que hace tiempo me regaló una colección de postales de anuncios publicitarios del Franquismo. Cuando se marchó, rebusqué en una de las cajas hasta que encontré la colección.
Contemplando las postales de aquellos años que, querámoslo o no, para algunos de nosotros fueron decisivos aunque sólo sea por el principio básico de la psicología que afirma que los años que más marcan en el desarrollo de una persona son los de la infancia, volví a revivir sensaciones que guardaba semiolvidadas en el desván de la memoria: el olor a rancio; la prudencia engendrada por el miedo; el mirar hacia todos los lados al comentar con los amigos cualquier tema que, aunque inocente para unos, pudiera resultar subversivo para otros; las ilusiones moribundas ya de raíz y apuntaladas con alambradas; la mezquindad y el reino de lo mediocre; el fabuloso mundo de las apariencias hipócritas...
Pero, para mí, el mayor peligro de aquella época no es el pasado sino el miedo a padecer en el presente el síndrome de Estocolmo, el soportar en silencio un pánico atroz a que se me escape alguna frase de mi baúl de los recuerdos: "Hoy día se confunde libertad con libertinaje" o "¿Qué más quiere la juventud?".
Aunque, personalmente, no lo he sobrellevado mal. Para esta enfermedad siempre me resultó eficaz una medicina sencilla: amortiguar unos recuerdos con otros. Y revivo, por ejemplo, el beso de una pareja de jóvenes belgas que, en el verano de 1969 siendo aún un niño, vi a plena luz, costaba creerlo, en la Place du Petit Sablon; o la mirada desconcertada de mi padre cuando en las navidades del 74, nada más bajar del avión, mostré mi más atónita sorpresa tras leer en un muro del Boulevard de L´Empereur una pintada que decía con letras rojas, grandes y sin complejos: "Franco, asesino".

martes, 24 de abril de 2007

Para hoy había decidido escribir algo sobre Cervantes. Ya se sabe, las efemérides son lo que son y cumplen su función (aunque tampoco creo que convenga exagerar). Pero lo he dejado de lado llevado por un impulso más personal y cotidiano aunque no por ello menos importante (al menos para un ser anónimo y con los pies sobre los adoquines). Además, no creo que Cervantes se vaya a enfadar: no creo que él mismo se destacara por las formalidades y las apariencias ni que se preocupara un carajo de lo que unos cuantos siglos después yo escribiera sobre él.
El caso es que una amiga mía se pasó agonizando todo el día de ayer. Realmente, le costó cruzar el umbral. Acompañándola hasta la despedida final y tratando de sortear los charcos de la vida, se me ocurrió comentarle que sería formidable para mi colección el recibir una postal del más allá. Me gustaría saber cómo es la luz de ese otro mundo; cómo son los contornos de sus paisajes; cómo se reflejan sus colores; qué ríos, montañas o valles habitan su universo.
Dos horas antes de que mi amiga se muriera, le pedí medio en broma medio en serio que no se olvidara de enviarme una postal contándome la experiencia de su viaje y las novedades del nuevo mundo; y así no perderíamos el contacto. Ella, sonriendo como pudo, me contestó que no me preocupara.
Espero que mi amiga no se olvide de su promesa, aunque no sé si allá encontrará donde poder comprar una postal. Ya se sabe que existen lugares de los que no hay postales: no las hay de Shaquila como tampoco las hay de Las Barranquillas, ni de...

lunes, 23 de abril de 2007

Un amigo, que acaba de viajar a Casablanca, me dice que, por más que ha buscado, no ha encontrado en ninguna parte una postal de Shaquila. Sólo me queda, por lo tanto, las pinceladas de Antonio Jiménez Barca (barrizal de color negruzco, un descampado del tamaño de dos campos de fútbol empedrado de bolsas llenas de basura, chabola del tamaño de una cama de matrimonio sin ventanas ni agua, mar de basura y burros).
Fue de este cuadro negro de donde salieron los jóvenes Ayub, Omar y Mohamed, terroristas que culminaron su vida explotándose por los aires y, de paso, llevándose criminalmente otras vidas.
Paso, en estos momentos, de juzgar; dejo de lado el acusar e, incluso, el autoculparme (entre otras razones, porque nunca he conseguido un blanco perfecto o un negro puro). Ahora, sólo me da por concentrarme en esta postal de palabras o en alguna fotografía que por ahí he encontrado de Sahquila e imaginar cuál sería el futuro de estos jóvenes, Ayub, Omar y Mohamed, si no hubieran elegido el camino de criminales terroristas.
Por un día me convertí en novelista de las vidas de estos tres muchachos. Pero cometí un error porque, de principio, decidí que el relato tendría un final feliz. Y, al día siguiente, abandoné el proyecto. Con franqueza y humildad reconocí que me faltaba la imaginación necesaria para llevar a cabo mi novela. No había pasado de la primera palabra: "Shaquila".

jueves, 19 de abril de 2007

Me escriben desde La Haya.

Scheveningen es el nombre que recibe la zona costera de La Haya: un gran paseo, hoteles, casino, pescado frito y patatas en cucurucho, gente paseando y, enfrente de mí, el Mar del Norte.
Me siento distinta, efímera. Este país produce en mí una sensación desconocida.
Aquí todo es distinto. Se respira silencio, bienestar. La gente parece vivir tranquila. Me está encantando pero creo que aquí yo no pego nada. Soy demasiado española.

martes, 17 de abril de 2007

Esta mañana he recibido una postal de Cuba que una amiga viajera me envió hace dos meses. Dice así.

Después de comer con unos amigos, me fui a dar un paseo por el Malecón de La Habana.
La tarde era espléndida. El cielo se fundía a sí mismo en un azul infinito y transparente. El alisio estaba relajado y el mar del Caribe, enfrente, se balanceaba insondable.
Después de andar un buen rato, me acodé sobre el muro para descansar y pegué la hebra con un octogenario de piel cetrina y que a cada sonrisa lucía sus dientes al sol.
-Buena tarde para echar una caña. ¿No?- le dije.
-Muy buena, camarada. Pero yo no tengo ese honor. No soy funcionario.
De repente, se me quitaron las ganas de pasear. Me retiré al hotel. Me sentía triste. Y lucho con esta tristeza pensando en todas las cosas buenas, y aún son muchas, que ofrece esta isla.

domingo, 15 de abril de 2007

Un atardecer mi madre me llevó de visita a casa de un desconocido. Durante el trayecto, sentado en el tranvía, veía cómo se iban encendiendo las farolas de las calles de Bruselas sacudidas por la lluvia y el viento del otoño.
Cuando llegamos a la casa, aquel hombre desconocido me recibió cariñosamente y me llevó a una habitación de su burhadilla con las paredes totalmente salpicadas de cuadros, donde, elevada sobre una tarima, había una mesa camilla. Aquel desconocido, que no había dejado de jugar con el remolino de mi frente, sacó de debajo de las faldas de la mesa camilla tres tomos, forrados en piel negra y con unos grabados en oro cuyas palabras no recuerdo, que guardaban una colección de postales de todo el mundo.
Mi madre y aquel hombre desconocido me dejaron allí solo por un tiempo que a mí se me hizo eterno.
Solo, bajo una luz adormilada que dejaba el resto de la pieza en penumbra, oyendo el viento de la calle y el repiqueteo de la lluvia en los cristales, emprendí el primer viaje voluntario de mi vida a través de los tres álbumes de postales. Huí por las ciudades de todo el mundo. Y, cuando después de tanto viaje, había decidido descansar en París, echado en un banco a orillas del Sena al lado de una mujer que con rostro melancólico leía un libro, me despertó aquel hombre desconocido que la había vuelto a tomar con el remolino de mi frente. Ya era tarde y debíamos marcharnos.
Hace poco le pregunté a mi madre por la extraña visita y por el hombre desconocido. Me respondió que no se acordaba ni del hombre ni de las postales. Pero yo nunca he olvidado aquella tarde lluviosa de Bruselas en la que me convertí en un coleccionista de postales. Desde aquel atardecer, supe que estaba condenado a vivir de los sueños.

martes, 10 de abril de 2007

Esta noche, cuando me acueste, viajaré a Amsterdam.
La última noticia que de allí me trajeron fue la del silencio. Y con él me arrullaré en sus calles tranquilas, limpias, ordenadas. De vez en cuando, carraspearé para oírme a mí mismo.
Llegará un momento que buscaré a alguien con quien hablar. Y entraré en un café, quizás inexistente, donde fumar un cigarrillo. Sentado al lado del ventanal, observaré el mundo a través suyo. De vez en cuando garabatearé alguna palabra. Y me dormiré, plácidamente.
No sé muy bien si me faltan ideas o tiempo. Lo más grave es que me sobran palabras.