Vino a visitarme una joven que hace tiempo me regaló una colección de postales de anuncios publicitarios del Franquismo. Cuando se marchó, rebusqué en una de las cajas hasta que encontré la colección.
Contemplando las postales de aquellos años que, querámoslo o no, para algunos de nosotros fueron decisivos aunque sólo sea por el principio básico de la psicología que afirma que los años que más marcan en el desarrollo de una persona son los de la infancia, volví a revivir sensaciones que guardaba semiolvidadas en el desván de la memoria: el olor a rancio; la prudencia engendrada por el miedo; el mirar hacia todos los lados al comentar con los amigos cualquier tema que, aunque inocente para unos, pudiera resultar subversivo para otros; las ilusiones moribundas ya de raíz y apuntaladas con alambradas; la mezquindad y el reino de lo mediocre; el fabuloso mundo de las apariencias hipócritas...
Pero, para mí, el mayor peligro de aquella época no es el pasado sino el miedo a padecer en el presente el síndrome de Estocolmo, el soportar en silencio un pánico atroz a que se me escape alguna frase de mi baúl de los recuerdos: "Hoy día se confunde libertad con libertinaje" o "¿Qué más quiere la juventud?".
Aunque, personalmente, no lo he sobrellevado mal. Para esta enfermedad siempre me resultó eficaz una medicina sencilla: amortiguar unos recuerdos con otros. Y revivo, por ejemplo, el beso de una pareja de jóvenes belgas que, en el verano de 1969 siendo aún un niño, vi a plena luz, costaba creerlo, en la Place du Petit Sablon; o la mirada desconcertada de mi padre cuando en las navidades del 74, nada más bajar del avión, mostré mi más atónita sorpresa tras leer en un muro del Boulevard de L´Empereur una pintada que decía con letras rojas, grandes y sin complejos: "Franco, asesino".