miércoles, 7 de noviembre de 2007

Hace siete meses me arrojaron la noticia de que un cáncer terminal me estaba corroyendo por dentro y sin haberme enterado. Es una enfermedad traidora. Como máximo me dieron un año de vida. De regalo llevo encima seis meses y seis días.
No acepté ningún tratamiento. Después de reponerme como y lo que pude y después de luchar con la incertidumbre, que es lo que más duele porque es muy difícil darse por derrotado sin plantar cara, me embarqué en un viaje que, al principio, iba a ser alrededor del mundo. Había decidido que la muerte, al menos, no me iba a encontrar sentado a la puerta de mi casa; se lo pondría un poco más difícil. He aterrizado en tres continentes y visitado diecisiete países. En mi camino hacia la meta anunciada llegué al mar Cantábrico. Y aquí llevo varado siete días, en los que no me he separado de su orilla.
Como abducido, no ceso de contemplar sus aguas. Es un mar impulsivo, incierto, sobrecogedor. Cuando amanece, su movimiento arrebatador y su frialdad me renuevan las ganas de vivir que aún no he perdido del todo. Al anochecer, cuando el sol se escapa escondiéndose tras las nubes turbias y amenazadoras, y me envuelven el vaivén de sus olas y el bramido que exclaman al chocar contra el acantilado, la mirada misteriosa del horizonte me provoca un cansancio y un sueño irresistible.
Ya sólo deseo tener el valor de arrojarme a sus aguas cuando el dolor se me haga insoportable.

-Mira tú. A mí no me parece triste esta postal... -mi amiga Laura la del bar, cuando quiere, sabe escudriñar el alma de las gentes.

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