miércoles, 28 de noviembre de 2007

Estuve unos días fuera. Nunca mejor dicho. Estuve en otro mundo.
Me había equivocado cuando pensé que mi amiga Lucía salía a flote de su última depresión. Fue un espejismo. Al día siguiente de pasar la noche en mi casa, se negó a abrir el bar. Sólo me repetía una y otra vez:
-Necesito huir del mundo por unos días. Necesito...
No se me ocurrió otra idea, aún no sé por qué, que cogerla de la mano y llevármela a los Picos de Europa. Allí conozco, por razones que ahora no vienen a cuento, a un pastor de los de antes que sigue ejerciendo de tal en la actualidad, el cual nos prestó su cabaña que acababa de abandonar con su ganado ante la llegada del mal tiempo.
Y huimos los dos, Lucía y yo, del mundo. Allí conocimos el frío que hiela las carnes. Cada mañana el amanecer nos hipnotizó los ojos. Saboreamos el paso de las nubes. Descubrimos las voces que importan. Apreciamos la tierra húmeda bajo los pies. Sentimos el dolor cuando el viento helado chocaba contra nuestros rostros. Jugamos con las primeras nieves. Bebimos de los arroyos. Gritamos con todas nuestras fuerzas en la soledad del valle. Valoramos de nuevo el peso de las palabras. Nos sorprendió el silencio bullicioso de la naturaleza. Nos perdimos en la niebla. Nos bañamos en el rocío de la hierba. Inventamos un nuevo reloj de las horas.
Lucía se puso mejor. Incluso pienso que comenzó a añorar las noches en el bar. Regresamos hoy.

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