domingo, 30 de diciembre de 2007

Llevaría una hora adormecido por el vino cuando un golpe de frío me despertó y me hizo tiritar todo el cuerpo. Ni los tres cartones que coloqué en el suelo ni los seis periódicos que me eché encima pudieron aislarme de la helada de la noche. Este invierno viene duro para la gente que dormimos en la calle. Me bebí el poso de la botella que me quedaba en pie y, abrazándome a mí mismo, me hinoptizó la claridad de la luna. Y me acordé de mis hijos. Y empecé a llorar, como debe hacerlo un exlegionario, en silencio y con los dientes mordiéndome los labios. No lloro de nostalgia; menos, de remordimientos. A veces, lloro de soledad; muchas, de vergüenza. Lo único que ya no soportaría es que mis dos hijos me encontraran en estas circusntancias.
Por cieto, ¡noticias crudas y frescas!: ayer unos niñatos gilipollas, ociosos y desalmados, volvieron a quemar a otra yonqui en el soportal de una iglesia.

P.D.: No hace falta que me digas que tengo mucha cara, pero ya me he gastado todo el dinero que me diste para que te enviara una postal desde cada lugar por el que pasara. El vino me puede, o me salva. ¿Quién lo sabe? Y, además, cada vez está más caro, y yo cada vez saco menos pidiendo por las aceras o a las puertas de los supermercados. Así que, cuando me canse de dormir en la calle y me decida a ir un par de días al albergue de las monjitas, te doy la dirección para que me mandes más dinero. ¿De qué te quejas si tienes casi gratis a un corresponsal de los sin techo?

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