lunes, 10 de diciembre de 2007

Hoy he recibido cuatro postales: una de Darfur, otra de Oruro, ciudad andina de Bolivia, y otra más de Corea del Sur.
Ninguna de ellas me trae palabras felices, por cierto. En Darfur, ese infierno anclado en Sudán y en el que también se queman sus pies Libia, Chad y República Centroafricana, continúan las cotidianas violaciones de los derechos humanos y los ingenieros de la ONU aún no se han manchado las manos en la búsqueda de una solución; Bolivia es otro ejemplo más de lo sangrante y difícil que resulta que unos y otros nos pongamos, sencillamente, de acuerdo para conseguir una sociedad algo más justa y con un poco más de igualdad de oportunidades para todos; y las playas surcoreanas del Mar Amarillo se han teñido de negro por el vertido de un petrolero.
Pero la postal más triste me ha llegado esta noche de los labios de Lucía, mi amiga la del bar. Su depresión, más bien pánico a la incertidumbre, ha acabado esta mañana de deshojar la margarita: su médico del hospital le ha dado una mala noticia. Yo no sabía nada. Lucía es..., es así, y me lo ha contado sonriendo. Hacía semanas que no la veía tan animada. Ella dice que prefiere conocer las desgracias que ignorar lo fácil, pero yo no estoy tan seguro de eso. Como disculpándome, me fui al baño del bar, que está decorado con azulejos blancos con soles sonrientes de todos los colores pintados a mano por Lucía, y me he puesto a llorar.

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