
Esta tarde tomé un café en Gerbeaud, en la plaza Vörösmarty de Budapest. Por aquí solía pasar la emperatriz Sisí en las ocasiones en las que se dejaba caer por la ciudad.
Gerbeaud es un elegante café, amplísimo, con techos casi infinitos, elegante, recubierto de maderas nobles y terciopelo, que abrió sus puertas en 1858 a la aristocracia y a la alta burguesía.
Ahora ha cambiado su clientela, casi exclusivamente turistas, que disfrutan del buen café, la tranquilidad y el gran espacio de igual manera que si se tratara de un anticuario. Los tiempos han cambiado, y también el café Gerbeaud, que ha sabido sobrevivir, conservando su encanto romántico, a dos guerras mundiales, la invasión y destrucción de los nazis, la ocupación soviética y hasta la caída del muro de Berlín.
Esta tarde he disfrutado por partida doble en Gerbeaud: por una parte, saboreé un buen café en un lugar tranquilo, confortable y acogedor; por otra, he disfrutado, casi vengativamente, del lujo que, en tiempos de mis antepasados, solamente estaba permitido, despótica e injustamente, a los más poderosos. Pero, al final, con los últimos posos del café, se me ha instalado una cierta acidez en el estómago: ¿de verdad ha cambiado tanto la vida?
Gerbeaud es un elegante café, amplísimo, con techos casi infinitos, elegante, recubierto de maderas nobles y terciopelo, que abrió sus puertas en 1858 a la aristocracia y a la alta burguesía.
Ahora ha cambiado su clientela, casi exclusivamente turistas, que disfrutan del buen café, la tranquilidad y el gran espacio de igual manera que si se tratara de un anticuario. Los tiempos han cambiado, y también el café Gerbeaud, que ha sabido sobrevivir, conservando su encanto romántico, a dos guerras mundiales, la invasión y destrucción de los nazis, la ocupación soviética y hasta la caída del muro de Berlín.
Esta tarde he disfrutado por partida doble en Gerbeaud: por una parte, saboreé un buen café en un lugar tranquilo, confortable y acogedor; por otra, he disfrutado, casi vengativamente, del lujo que, en tiempos de mis antepasados, solamente estaba permitido, despótica e injustamente, a los más poderosos. Pero, al final, con los últimos posos del café, se me ha instalado una cierta acidez en el estómago: ¿de verdad ha cambiado tanto la vida?
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