De vez en cuando conviene dar la vuelta al espejo y tratar de vislumbrar lo que hay al otro lado.
Conozco a varias personas que han adoptado a niños y a algunas que aún están en ese trámite. Los que se deciden a adoptar ya saben de principio que han de emprender el proceso con toda la paciencia del mundo y, así, suelen comenzar su andadura. Pero, el camino suele torcerse en vericuetos nunca sospechados y, muchas veces, inimaginablemente tan ridículos e increíbles por lo poco apropiados a la situación, que suelen romper no sólo los nervios sino también, y en no pocas ocasiones, la ilusión.
Pero nunca hasta ahora había caído en mis manos el testimonio de la otra parte, como en esta ocasión, la voz de una niña de nueve años que me envió una hoja arrancada de una libreta que le sirvió de diario durante todo el proceso y el tiempo que duró su adopción.
Son las ocho y cuarto de la tarde. El sol me está diciendo adiós desde lo alto de la colina con su mano de trapo que se va deshaciendo por segundos en hilos de colores. Hace frío, pero no me importa. Tengo hambre, pero sigo adelante. Hace más de un mes que no ha venido el doctor, la herida del pie me duele cada día más y la gasa que me cubre la herida está ensangretada y su olor es ya casi insoportable, pero me da igual. Es cierto, hoy no es un buen día, tampoco lo fue ayer, ni anteayer, ni... Además, esta mañana le he robado el lapicero a Rigoberta, porque el mío se me está acabando y lo único que no soportaría sería no tener con qué escribir en este cuaderno, es mi consuelo, pero Rigoberta me ha pillado y se lo ha dicho a la preceptora, y me he quedado sin cena, pero no pasa nada.
Ya solo tengo que esperar. Ya solo es cuestión de tres días, o dos meses, o un año, o ... Saldrá bien. Mi historia saldrá bien. Todo cambiará cuando diga adiós a todo esto desde el otro lado del portón del patio.
Se me está ocurriendo una idea estupenda. Cuando esté lejos, muy lejos de aquí, con mi nueva familia, prometo enviarle a Rigoberta una caja llena de lapiceros de colores y a la preceptora una goma de borrar gigante, igual que la que vi un día en la televión cuando estuve en el hospital de la ciudad, así se podrá borrar de una pasada el malhumor que siempre lleva dibujado en su cara.
Yo sé que todo va a cambiar. Y aun así me veo triste. Tengo miedo. Mucho miedo a cómo será...
(Amanda, que así se llama esta niña de nueve años, sólo me regaló una hoja de su cuaderno.)
Conozco a varias personas que han adoptado a niños y a algunas que aún están en ese trámite. Los que se deciden a adoptar ya saben de principio que han de emprender el proceso con toda la paciencia del mundo y, así, suelen comenzar su andadura. Pero, el camino suele torcerse en vericuetos nunca sospechados y, muchas veces, inimaginablemente tan ridículos e increíbles por lo poco apropiados a la situación, que suelen romper no sólo los nervios sino también, y en no pocas ocasiones, la ilusión.
Pero nunca hasta ahora había caído en mis manos el testimonio de la otra parte, como en esta ocasión, la voz de una niña de nueve años que me envió una hoja arrancada de una libreta que le sirvió de diario durante todo el proceso y el tiempo que duró su adopción.
Son las ocho y cuarto de la tarde. El sol me está diciendo adiós desde lo alto de la colina con su mano de trapo que se va deshaciendo por segundos en hilos de colores. Hace frío, pero no me importa. Tengo hambre, pero sigo adelante. Hace más de un mes que no ha venido el doctor, la herida del pie me duele cada día más y la gasa que me cubre la herida está ensangretada y su olor es ya casi insoportable, pero me da igual. Es cierto, hoy no es un buen día, tampoco lo fue ayer, ni anteayer, ni... Además, esta mañana le he robado el lapicero a Rigoberta, porque el mío se me está acabando y lo único que no soportaría sería no tener con qué escribir en este cuaderno, es mi consuelo, pero Rigoberta me ha pillado y se lo ha dicho a la preceptora, y me he quedado sin cena, pero no pasa nada.
Ya solo tengo que esperar. Ya solo es cuestión de tres días, o dos meses, o un año, o ... Saldrá bien. Mi historia saldrá bien. Todo cambiará cuando diga adiós a todo esto desde el otro lado del portón del patio.
Se me está ocurriendo una idea estupenda. Cuando esté lejos, muy lejos de aquí, con mi nueva familia, prometo enviarle a Rigoberta una caja llena de lapiceros de colores y a la preceptora una goma de borrar gigante, igual que la que vi un día en la televión cuando estuve en el hospital de la ciudad, así se podrá borrar de una pasada el malhumor que siempre lleva dibujado en su cara.
Yo sé que todo va a cambiar. Y aun así me veo triste. Tengo miedo. Mucho miedo a cómo será...
(Amanda, que así se llama esta niña de nueve años, sólo me regaló una hoja de su cuaderno.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario