Un atardecer mi madre me llevó de visita a casa de un desconocido. Durante el trayecto, sentado en el tranvía, veía cómo se iban encendiendo las farolas de las calles de Bruselas sacudidas por la lluvia y el viento del otoño.
Cuando llegamos a la casa, aquel hombre desconocido me recibió cariñosamente y me llevó a una habitación de su burhadilla con las paredes totalmente salpicadas de cuadros, donde, elevada sobre una tarima, había una mesa camilla. Aquel desconocido, que no había dejado de jugar con el remolino de mi frente, sacó de debajo de las faldas de la mesa camilla tres tomos, forrados en piel negra y con unos grabados en oro cuyas palabras no recuerdo, que guardaban una colección de postales de todo el mundo.
Mi madre y aquel hombre desconocido me dejaron allí solo por un tiempo que a mí se me hizo eterno.
Solo, bajo una luz adormilada que dejaba el resto de la pieza en penumbra, oyendo el viento de la calle y el repiqueteo de la lluvia en los cristales, emprendí el primer viaje voluntario de mi vida a través de los tres álbumes de postales. Huí por las ciudades de todo el mundo. Y, cuando después de tanto viaje, había decidido descansar en París, echado en un banco a orillas del Sena al lado de una mujer que con rostro melancólico leía un libro, me despertó aquel hombre desconocido que la había vuelto a tomar con el remolino de mi frente. Ya era tarde y debíamos marcharnos.
Hace poco le pregunté a mi madre por la extraña visita y por el hombre desconocido. Me respondió que no se acordaba ni del hombre ni de las postales. Pero yo nunca he olvidado aquella tarde lluviosa de Bruselas en la que me convertí en un coleccionista de postales. Desde aquel atardecer, supe que estaba condenado a vivir de los sueños.
Cuando llegamos a la casa, aquel hombre desconocido me recibió cariñosamente y me llevó a una habitación de su burhadilla con las paredes totalmente salpicadas de cuadros, donde, elevada sobre una tarima, había una mesa camilla. Aquel desconocido, que no había dejado de jugar con el remolino de mi frente, sacó de debajo de las faldas de la mesa camilla tres tomos, forrados en piel negra y con unos grabados en oro cuyas palabras no recuerdo, que guardaban una colección de postales de todo el mundo.
Mi madre y aquel hombre desconocido me dejaron allí solo por un tiempo que a mí se me hizo eterno.
Solo, bajo una luz adormilada que dejaba el resto de la pieza en penumbra, oyendo el viento de la calle y el repiqueteo de la lluvia en los cristales, emprendí el primer viaje voluntario de mi vida a través de los tres álbumes de postales. Huí por las ciudades de todo el mundo. Y, cuando después de tanto viaje, había decidido descansar en París, echado en un banco a orillas del Sena al lado de una mujer que con rostro melancólico leía un libro, me despertó aquel hombre desconocido que la había vuelto a tomar con el remolino de mi frente. Ya era tarde y debíamos marcharnos.
Hace poco le pregunté a mi madre por la extraña visita y por el hombre desconocido. Me respondió que no se acordaba ni del hombre ni de las postales. Pero yo nunca he olvidado aquella tarde lluviosa de Bruselas en la que me convertí en un coleccionista de postales. Desde aquel atardecer, supe que estaba condenado a vivir de los sueños.
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