Un amigo, que acaba de viajar a Casablanca, me dice que, por más que ha buscado, no ha encontrado en ninguna parte una postal de Shaquila. Sólo me queda, por lo tanto, las pinceladas de Antonio Jiménez Barca (barrizal de color negruzco, un descampado del tamaño de dos campos de fútbol empedrado de bolsas llenas de basura, chabola del tamaño de una cama de matrimonio sin ventanas ni agua, mar de basura y burros).
Fue de este cuadro negro de donde salieron los jóvenes Ayub, Omar y Mohamed, terroristas que culminaron su vida explotándose por los aires y, de paso, llevándose criminalmente otras vidas.
Paso, en estos momentos, de juzgar; dejo de lado el acusar e, incluso, el autoculparme (entre otras razones, porque nunca he conseguido un blanco perfecto o un negro puro). Ahora, sólo me da por concentrarme en esta postal de palabras o en alguna fotografía que por ahí he encontrado de Sahquila e imaginar cuál sería el futuro de estos jóvenes, Ayub, Omar y Mohamed, si no hubieran elegido el camino de criminales terroristas.
Por un día me convertí en novelista de las vidas de estos tres muchachos. Pero cometí un error porque, de principio, decidí que el relato tendría un final feliz. Y, al día siguiente, abandoné el proyecto. Con franqueza y humildad reconocí que me faltaba la imaginación necesaria para llevar a cabo mi novela. No había pasado de la primera palabra: "Shaquila".
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