Esta mañana he recibido una postal de Cuba que una amiga viajera me envió hace dos meses. Dice así.
Después de comer con unos amigos, me fui a dar un paseo por el Malecón de La Habana.
La tarde era espléndida. El cielo se fundía a sí mismo en un azul infinito y transparente. El alisio estaba relajado y el mar del Caribe, enfrente, se balanceaba insondable.
Después de andar un buen rato, me acodé sobre el muro para descansar y pegué la hebra con un octogenario de piel cetrina y que a cada sonrisa lucía sus dientes al sol.
-Buena tarde para echar una caña. ¿No?- le dije.
-Muy buena, camarada. Pero yo no tengo ese honor. No soy funcionario.
De repente, se me quitaron las ganas de pasear. Me retiré al hotel. Me sentía triste. Y lucho con esta tristeza pensando en todas las cosas buenas, y aún son muchas, que ofrece esta isla.
Después de comer con unos amigos, me fui a dar un paseo por el Malecón de La Habana.
La tarde era espléndida. El cielo se fundía a sí mismo en un azul infinito y transparente. El alisio estaba relajado y el mar del Caribe, enfrente, se balanceaba insondable.
Después de andar un buen rato, me acodé sobre el muro para descansar y pegué la hebra con un octogenario de piel cetrina y que a cada sonrisa lucía sus dientes al sol.
-Buena tarde para echar una caña. ¿No?- le dije.
-Muy buena, camarada. Pero yo no tengo ese honor. No soy funcionario.
De repente, se me quitaron las ganas de pasear. Me retiré al hotel. Me sentía triste. Y lucho con esta tristeza pensando en todas las cosas buenas, y aún son muchas, que ofrece esta isla.
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