domingo, 30 de marzo de 2008

Soy una profesora que aún me sorprende el día a día de esta puñetera y, a la vez, genial profesión de la enseñanza.
Resulta que el otro día celebraba el aniversario de mis veintiocho años de casada y, por una tonta casualidad que no viene a cuento, se enteraron unos cuantos de mis alumnos, jóvenes mocosos de diecisiete y dieciocho años. Pues los tíos jodidos, sin cortarse un pelo (o al menos sin que se les notase mucho) van y se presentan en mi despacho después de acabar las clases y me dicen que me traen un regalo. La sorpresa era como para echarse a temblar y más cuando me dijeron que no era nada, que tan sólo era una poesía.
Y la leí. ¡Cómo no la iba a leer!
¡Qué cabrona es esta juventud! No me quiero poner sentimental. Pero, lo han conseguido. Y es que lo malo de esta profesión de enseñantes, y de la gente mayor en general, es perder el hilo con los jóvenes, cortar esa comunicación de tú a tú. Y no digo yo que ellos no se lo busquen en muchísimas ocasiones con sus actitudes y sus argumentaciones en falsete. Bien parece que están pidiendo a gritos que los dejemos por imposible. Sin embargo, no es ése el mejor camino. ¿No fuimos jóvenes todos alguna vez? ¿Y no actuamos todos de la misma o parecida forma aunque, eso sí, con máscaras distintas? ¿Y no sufrimos todos, al menos alguna vez, la incomprensión de los mayores y de nuestros profesores?
Tampoco es que a estas alturas me vaya a poner ñoña. Pero, ¿para qué negarlo? Me han tocado.
Claro que merece la pena esta juventud. Hasta ridículo parece decir tal cosa. Tienen corazón, tienen vitalidad, tienen ilusión y sueños. Por esto y alguna otra razón, siempre les digo, incluso hasta cuando no viene a cuento, que la juventud es como un caudaloso río que no debe emplear toda su fuerza bruta porque arrasaría con todo y, entonces, se quedaría solo, pero que tampoco debe estancarse porque nunca llevaría sus aguas hasta los mares del horizonte. Y que no se dejen bandear por vientos ajenos. Les digo que viajen por su cauce, el que les haya tocado en suerte a cada uno, pero que abran bien los ojos y que se rebelen contra las injusticias y, entonces, que sean valientes y que inventen ellos mismos nuevas rutas.
Se medioenfandan (porque ellos piensan que son verdaderamente libres y que hacen lo que quieren) cuando les digo que el verdadero pecado de los jóvenes es que no aprovechen su juventud para hacer todo lo que puedan y quieran. Pero, para todo esto, no encuentro otro medio sino la libertad, y ésta se consigue con el conocimiento, que te abre ventanas y te descubre nuevos mundos, ese conocimiento que cada día dibuja el amanecer con colores distintos. Que aprendan, que espabilen, si no, serán carne de cañón económico, o bélico, o político, o de género, de dogmatismos o fanatismo, o de... Que conozcan, que no sean idiotas y no se dejen mangonear por otros que no tienen otro mérito mayor sino el haber nacido con más dinero o en una familia de influencias más poderosas.
Esto es lo único que les deseo: que sean ellos mismos y que sean libres. Pero, ¡cómo carajo se van a conocer ellos mismos ni hacerse respetar por los otros si no riegan su mente!
(Está claro que, cuando me toque en suerte otra vida, quiero reencarnarme en un monje predicador. Así debe de ser como me ven ellos.)
No quería ponerme sentimental, pero estos cabrones de jóvenes me han ganado la partida. De verdad que guardan dentro de sí un buen corazón. Los admiro. Les deseo lo mejor en sus vidas. Y... ¡ojalá me hagan un poco de caso!

1 comentario:

irene dijo...

Que nunca se olvide la diferencia entre educar y enseñar... Sin duda, tú eres uno de los mejores educadores que conozco!