viernes, 1 de febrero de 2008

Decepcionado, me he marchado de Haro, donde junto con un centenar de colegas periodistas he seguido la vista sobre la demanda de veinte mil euros que Tomás Delgado Bartolomé había presentado para arreglar su coche. Lo que allí sucedió me pareció decepcionante. Así que, para alegrarme un poco, de camino a casa recalé en la Calle del Laurel de Logroño para chiquetear y refrescar la mente.Y aquí me encuentro, sentado en la esquina de una taberna, con medio vaso de un buen rioja sobre la mesa.

Considero que allí perdieron todos. Perdió el pobre de don Tomás, que se quedó sin sus veinte mil euros, después de haber mostrado coraje y osadía al reclamar a los padres del muchacho que murió atropellado por él un dinero no para pagarse un hospital donde se hubiera curado de las lesiones que nunca padeció ni para costearse un tratamiento psicológico por las secuelas psíquicas que el accidente le hubiera dejado sino para comprarse un flamante coche nuevo. Y, además, tiene que pagar las costas del juicio. Sí, la verdad es que me da pena este tal don Tomás.

Los padres del joven muerto, a pesar de que en Haro les aplaudieron como victoriosos, nada ganaron ese día, porque lo único que allí se produjo fue una retirada del contrario. Además, esta gente ya bastante bien sabe lo que es perder. En una aparentemente inocente noche del verano de 2004 perdieron a uno de los seres que más querían en la vida. Así las cosas, los padres de Enaitz Iriondo también perdieron en la vista de Haro. Y yo creo que ellos se hubieran merecido una victoria por todo lo alto.

Y el resto de la gente también perdió ese día, porque se quedó sin ver cómo actuaría la justicia en un caso como éste. Haber visto pelearse las neuronas del magistrado que se enfrentara a este caso sería como asistir a una batalla de gladiadores enfurecidos. A mí, personalmente, me hubiera gustado conocer la sentencia del juez en este caso. ¿Acaso volveríamos a comentar aquel latinismo, Summum ius summa iniuria?

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