jueves, 17 de mayo de 2007

Hoy, al anochecer, he tomado una cerveza con Julia. Me llamó por teléfono llorando a moco tendido. Teníamos que hablar. El motivo no era trivial.
-Por muchos viajes que haga en el resto de mi vida, no te enviaré ni una postal más.
Pues sí, el asunto era serio. Julia es una viajera apasionada, empedernida, que nunca se olvida de enviarme una postal ni aunque vaya a la vuelta de la esquina. ¡La de viajes que he hecho gracias a Julia!
-Juanjo me ha dejado.
¿Y qué tenían que ver mis postales con su vida amorosa? No entendía nada. Así que hablé por donde se me ocurrió.
-Lo siento, Julia. Si no me equivoco, os casabais el año que viene.
-Pero eso no es lo peor. Sin aviso, sin problemas previos, sin discusión alguna, me mandó una postal diciéndome que me dejaba, que lo sentía mucho, que cinco días antes había conocido a otra chica y que no podía sacársela de la cabeza. ¿Tú lo crees posible? Después de nueve años de novios, me deja de repente con cuatro letras mal escritas en una postal.
Ahora lo comprendía. Traté de suavizar la situación. Por nada del mundo quería quedarme sin las postales de Julia.
-No te precupes, mujer. Hay casos peores. Hoy día la moda es que los novios se dejen a través de un mensaje del móvil. ¿No te parece más frío este método?
Aún me duele la mejilla derecha del bofetón que me arreó mi amiga Julia. Pero eso no es lo que más me duele (se pasará); ni me duele la actual desesperación de Julia (estoy convencido de que el cabrón de Juanjo le ha hecho un gran favor y que en menos de lo que canta un gallo mi amiga encontrará un principito azul que de verdad la merezca); lo que de verdad me duele es quedarme para siempre sin los ojos de Julia en mis viajes futuros, sin sus palabras, sin sus particulares descubrimientos de lugares ya archiconocidos en los mapas.

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