Los niños de Darfur, región al oeste de Sudán, país sumergido en una guerra cruel y atroz en la que de manera encubierta o a las clraras se lucha por la riqueza de sus tierras, que bien repartidas alcanzarían abundantemente para todos, dibujan como los demás niños de su edad, simbolizan los objetos y las personas, trazan inseguros las líneas, reproducen la realidad elaborándola con sus ojos, sus propios colores y sus manchas, captan la impresión que sueñan en sus mentes, fabrican más que reproducen, se autorretratan, viven jugando. Pero, en sus cielos no hay estrellas sino helicópteros con ametralladoras, las aguas revueltas de sus ríos arrastran cadáveres, sus madres se desvanecen como frágiles arbustos incapaces de protegerles. Son niños. No hay duda. Sus dibujos los delatan. El problema es qué adutos serán. La incógnita es saber si, cuando se hagan mayores, serán capaces de contemplar en paz las estrellas, o bañarse en las aguas de sus tierras o si podrán darles sombra a sus propios hijos.
Los que instalados cómodamente en nuestras casas contemplamos los dibujos de estos niños con incredulidad y asombro no les hemos enseñado nada, en nada les hemos ayudado. Ellos a nosotros, sí. Estos niños, aun con toda su ingenuidad, nos han revelado lo que de ninguna manera estamos dispuestos a aceptar: nuestra indiferencia, nuestra apatía, nuestra insolidaridad.
Todavía no sabemos cómo van a ser de mayores estos niños; pero, nosotros ya nos conocemos como somos ahora.
Los que instalados cómodamente en nuestras casas contemplamos los dibujos de estos niños con incredulidad y asombro no les hemos enseñado nada, en nada les hemos ayudado. Ellos a nosotros, sí. Estos niños, aun con toda su ingenuidad, nos han revelado lo que de ninguna manera estamos dispuestos a aceptar: nuestra indiferencia, nuestra apatía, nuestra insolidaridad.
Todavía no sabemos cómo van a ser de mayores estos niños; pero, nosotros ya nos conocemos como somos ahora.
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